MIGUEL SERRANO
Terminé la carrera de Historia del Arte y decidí que lo mejor que podía hacer era encontrar un trabajo a mi medida mientras preparaba las oposiciones. El Plata buscaba camareros y pensé que tal vez tendría una oportunidad. Mientras esperaba para la entrevista, sin embargo, escuché una voz a mi espalda: sería un desperdicio ocultar ese cuerpo detrás de una barra, merece escenario. Así comenzó mi carrera artística. Durante años había formado parte de grupos teatrales universitarios, pero nunca había trabajado de forma profesional. Mi número solo duraba cinco minutos, cinco minutos de absoluta exposición. Entre pase y pase me vestía y salía a pasear por la zona. Me gustaba sentarme en el extremo de la plaza de José Sinúes y Urbiola, o en la esquina entre la calle Eusebio Blasco y la calle Verónica, porque había calculado que ahí estaba exactamente el punto medio entre el Teatro Romano y el Teatro Principal, entre los dos escenarios, y yo había entrado a formar parte de la milenaria tradición dramática de la ciudad. Otras veces paseaba por la calle Alfonso o callejeaba por el tubo y entraba a tomarme una tapa en cualquier bar, pensando en mi cuerpo desnudo bajo el abrigo, en mi maquillaje excesivo y en la idea de representación. Miraba a la gente y trataba de decidir si eran buenos actores o unos actores lamentables. A veces, si había una exposición interesante en el palacio de Sástago, salía antes de casa y recorría las salas, subía las escaleras, buscaba con el pensamiento los techos altísimos y pensaba que yo era también una obra de arte y un simulacro y una de las formas del deseo. Antes de volver al trabajo, antes de desnudarme y mostrarme otra vez, pensaba en la enorme farsa, en la enorme alegría de la vida.
Terminé la carrera de Historia del Arte y decidí que lo mejor que podía hacer era encontrar un trabajo a mi medida mientras preparaba las oposiciones. El Plata buscaba camareros y pensé que tal vez tendría una oportunidad. Mientras esperaba para la entrevista, sin embargo, escuché una voz a mi espalda: sería un desperdicio ocultar ese cuerpo detrás de una barra, merece escenario. Así comenzó mi carrera artística. Durante años había formado parte de grupos teatrales universitarios, pero nunca había trabajado de forma profesional. Mi número solo duraba cinco minutos, cinco minutos de absoluta exposición. Entre pase y pase me vestía y salía a pasear por la zona. Me gustaba sentarme en el extremo de la plaza de José Sinúes y Urbiola, o en la esquina entre la calle Eusebio Blasco y la calle Verónica, porque había calculado que ahí estaba exactamente el punto medio entre el Teatro Romano y el Teatro Principal, entre los dos escenarios, y yo había entrado a formar parte de la milenaria tradición dramática de la ciudad. Otras veces paseaba por la calle Alfonso o callejeaba por el tubo y entraba a tomarme una tapa en cualquier bar, pensando en mi cuerpo desnudo bajo el abrigo, en mi maquillaje excesivo y en la idea de representación. Miraba a la gente y trataba de decidir si eran buenos actores o unos actores lamentables. A veces, si había una exposición interesante en el palacio de Sástago, salía antes de casa y recorría las salas, subía las escaleras, buscaba con el pensamiento los techos altísimos y pensaba que yo era también una obra de arte y un simulacro y una de las formas del deseo. Antes de volver al trabajo, antes de desnudarme y mostrarme otra vez, pensaba en la enorme farsa, en la enorme alegría de la vida.
El Teatro Principal, inaugurado en 1799 y varias veces remodelado, ha acogido lo mejor de las artes escénicas de cada momento.
© Daniel Surutusa
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Sala del Teatro Principal, reformada a finales del siglo XIX por Ricardo Magdalena con arreglo al modelo de la Scala de Milán.
© Daniel Surutusa
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Teatro Romano, con capacidad para 6.000 personas, siglo I.
© Javier Romeo
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Patio interior del Palacio de Sástago, de 1574, sede actual de la Diputación Provincial de Zaragoza y sala de exposiciones.
© Javier Romeo
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Fachada del Palacio de Sástago, en la calle Coso.
© Angélica Montes
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El edificio del Banco de Aragón, de estilo ecléctico y neomanierista. Proyectado por el arquitecto Manuel del Busto en 1913.
© Angélica Montes
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Edificio La Adriática.
Proyectado por Joaquín Muro y Trinidad Silesio en 1948. Rascacielos neoyorquino de porte clásico a escala zaragozana.
© Angélica Montes
Proyectado por Joaquín Muro y Trinidad Silesio en 1948. Rascacielos neoyorquino de porte clásico a escala zaragozana.
© Angélica Montes
La moderna arquitectura de vidrio se apropia de las imágenes de la ciudad histórica.
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Calle Alfonso, trazada en 1866. Paseo peatonal que desemboca en la gran plaza del Pilar.
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AUDIO© Angélica Montes
Callejones de El Tubo, un lugar para el tapeo y la comida tradicional en pleno casco histórico.
© Angélica Montes
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Los objetos que adornan algunos bares y restaurantes de El Tubo relatan su larga historia.
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El Tubo es lugar de cita ideal para el tapeo, exquisita gastronomía en pequeñas porciones para acompañar el vino o la cerveza.
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Calle Cuatro de Agosto, una de las que integran El Tubo.
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La calle Méndez Núñez, en las proximidades de El Tubo.
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La larga perduración del gusto neomudéjar. Remate de chaflán en un edificio de la calle San Jorge.
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Una iglesia-fortaleza mudéjar dentro de la ciudad medieval. Parroquia de San Gil Abad, levantada en el siglo XIV y reformada en el XVIII.
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Edificio del antiguo Banco Zaragozano, esquina de calle Jaime I con calle Coso. Proyectado por el arquitecto García Ochoa Platas en 1928.
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Torre de la antigua iglesia del Sagrado Corazón, templo adecuado para la exposición permanente del Museo del Rosario de Cristal.
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